8 de octubre
Thais
Penitente, siglo IV
La belleza de la
prostituta Thais deslumbraba tanto a los jóvenes de Alejandría que por ella
derrochaban todo su haber y sus bienes, acabando en la pobreza y la
desvergüenza. A veces, ofuscados por los celos, luchaban entre sí y se
asesinaban sin piedad ni remordimiento.
Como se ve, Thais
era un verdadero instrumento del demonio. Así lo comprendió el abad Pafnucio,
quien, decidido a acabar con su perniciosa influencia, la visitó, vestido con
ropas mundanas y una bolsa de dinero, fingiendo que quería pecar con ella. Esto
no
resultaba novedoso para Thais, por lo que, sin sospechar nada, condujo al
piadoso abad hasta un amplio lecho cubierto con valiosas coberturas y mullidas
almohadas. Sin embargo, Pafnucio le preguntó si no había otro aposento más
secreto todavía y ella se internó más profundamente en sus habitaciones, pero
fue en vano: Pafnucio seguía diciendo que temía ser visto.
En su oficio
Thais había conocido toda clase de perversos, de manera que le siguió el juego.
Cuando por fin entraron a una cámara del todo apartada, ella dijo: “Hasta
aquí no llega absolutamente nadie, pero si a quien temes es a Dios, no hay
lugar alguno que le sea oculto”
A partir de este
punto, las versiones sobre lo ocurrido en la misteriosa recámara difieren
sustancialmente, pero la más conocida y tenida por cierta es la del abad. Según
él, asombrado por las palabras de la prostituta, le preguntó si sabía algo de
Dios, a lo que Thais respondió que sabía mucho, demostrando a continuación un
acabado conocimiento de la doctrina cristiana. Al fin Pafnucio alzó su voz y la
increpó: “¿Y por qué, entonces, has perdido a tantas almas, si sabes que un
día deberás dar cuenta, no sólo de la tuya, sino también de aquellas?”
Al punto Thais
fue invadida por un profundo arrepentimiento, se
echó a llorar, abrazó los pies
del abad y le rogó que le mostrara un camino de penitencia. Pafnucio la citó en
un convento de monjas y se marchó.
Antes de acudir
al encuentro del abad, Thais llevó a la plaza todos los bienes adquiridos con
el producto de sus vicios y les prendió fuego exclamando: “¡Venid todos los
que habéis pecado conmigo y ved cómo arde el salario del pecado!”
Y todos vieron cómo ardía el salario del
pecado.
Una vez en el
convento, Thais fue metida en una pequeña celda, a la que Pafnucio cerró
herméticamente con plomo, dejando tan sólo una diminuta abertura por la que se
pudiera introducir el alimento. Ordenó, además, que no se le diera otra cosa
que un mendrugo de pan y un vaso de agua cada día. Cuando ella le preguntó
dónde debía hacer sus necesidades, Pafnucio respondió: “En la celda, tal
como corresponde a lo que vales”. Y a la siguiente pregunta de Thais “¿Cómo
debo invocar a Dios?”, él respondió: “Tú no eres digna de pronunciar Su nombre
ni de alzar tus manos hacia Él, pues tus labios están cubiertos de maldad y tus
manos cubiertas de impureza. Por eso, échate al suelo, mira hacia el este y di:
Tú, que me has creado, apiádate de mí”
Evidentemente,
lo ocurrido en la alcoba de Thais, sea lo que fuere, debió haber sido una
experiencia horrorosa para el abad.
Transcurridos tres
años, Pafnucio sintió compasión por la penitente y preguntó a san Antonio si
Dios ya había perdonado a la muchacha sus pecados. Éste se lo contó a sus
colegas anacoretas del desierto tebaico y todos se pusieron a rezar en espera
de percibir una señal. Le tocó en suerte a Pablo el ermitaño, quien una noche
vio un lecho cubierto con valiosas ropas, vigilado por tres doncellas. Pensó
que estaba preparado para san Antonio, pero una
Voz le dijo: “Estas tres
vírgenes se llaman Temor ante el castigo, Vergüenza por el pecado y Amor a la
justicia. No esperan a Antonio sino a la penitente Thais”.
Pafnucio sacó de
la celda a la muchacha, quien alcanzó a vivir todavía quince días, sin cometer
excesos de ninguna clase. Había aprendido la lección.
Protectora de
las mujeres caídas y las prostitutas arrepentidas, es invocada contra los
excesos de la Fe.
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