martes, 29 de octubre de 2013

29 de octubre

Abraham y María de Quiduma



Anacoreta y penitente, respectivamente, m. hacia 355
Abraham abandonó la carrera de las armas y vivió cincuenta años en el desierto, abocado al ayuno y la mortificación. Cuando murió un hermano suyo, dejando huérfana a María, una pequeña niña de siete años, Abraham la llevó a su morada y, en la celda exterior de su ermita, le arregló un pequeño habitáculo a fin de que compartiera su admirable modo de vida. Él, por su parte, ocupaba la celda interior, que abandonaba muy pocas veces, e impartía a su sobrina enseñanzas sobre las Escrituras a través de una ventana abierta entre ambos recintos.
Guiada por el anacoreta y sin saber muy bien lo que hacía, María se sometió desde muy tierna edad a toda suerte de ejercicios de penitencia. No conforme con eso, Abraham repartió entre los pobres la rica herencia de su sobrina, para que nunca se desarrollaran en ella ideas mundanas.
Pasaron veinte años y María se había convertido en una lozana y apetecible doncella. Un monje que vivía en las cercanías sentía bullir su sangre cada vez que veía a la encantadora muchacha. Un
día se acercó a su ventana y empezó a hablar con ella, hasta que con su alegre conversación la animó a salir. María, tan inocente como cualquier otra bestezuela del bosque, no tenía por qué sospechar de un religioso y se dejó hacer: bajo el pretexto de practicar con una nueva y singular manera de rezar, el monje consiguió que se quitara las ropas y finalmente logró seducirla y robarle la preciosa virginidad.
María cayó en una profunda desesperación y, no animándose a mirar a su tío a la cara, huyó del lugar.
Llegada a una gran ciudad portuaria, encontró trabajo en una taberna y, habiendo hecho ya la mitad del camino, pronto acabó viviendo del alquiler de su cuerpo.
Día y noche, durante dos años, Abraham suplicó a Dios que le revelara el destino de su sobrina, pero acabó enterándose de su dirección a través de un viajero. Vistió entonces su vieja armadura de soldado, tomó prestado un caballo, cabalgó hasta la ciudad y se
albergó en la taberna. Sólo mediante un gran esfuerzo consiguió dominar su agitación al ver a María con un vergonzoso vestido de prostituta, y le dio a entender que deseaba gozar de su compañía. Ella subió a su habitación y, no bien estuvieron a solas, Abraham se descubrió la cabeza y exclamó: “¿Me reconoces, María?”
María lo reconoció, pero quedó tan perturbada que perdió el habla y apenas si atinó a apoyar la frente sobre el pecho de su tío, que la consoló con palabras apaciguadoras.
Tío y sobrina regresaron juntos al yermo y juntos prosiguieron la
vida de siempre, aunque, por precaución, ahora él ocupaba la celda exterior.
María sobrevivió cinco años  a su tío. Hasta su muerte, los paseantes se detenían a menudo para escuchar perturbados los fuertes lamentos de la penitente.
Del monje y su innovador método de oración no volvieron a tenerse noticias.
Patronos de las prostitutas arrepentidas, en estampas se presenta a Abraham como anciano, con una larga y puntiaguda barba, en compañía de una puta.

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