29 de octubre
Abraham y María de Quiduma
Anacoreta y
penitente, respectivamente, m. hacia 355
Abraham abandonó
la carrera de las armas y vivió cincuenta años en el desierto, abocado al ayuno
y la mortificación. Cuando murió un hermano suyo, dejando huérfana a María, una
pequeña niña de siete años, Abraham la llevó a su morada y, en la celda
exterior de su ermita, le arregló un pequeño habitáculo a fin de que
compartiera su admirable modo de vida. Él, por su parte, ocupaba la celda
interior, que abandonaba muy pocas veces, e impartía a su sobrina enseñanzas
sobre las Escrituras a través de una ventana abierta entre ambos recintos.
Guiada por el
anacoreta y sin saber muy bien lo que hacía, María se sometió desde muy tierna
edad a toda suerte de ejercicios de penitencia. No conforme con eso, Abraham
repartió entre los pobres la rica herencia de su sobrina, para que nunca se
desarrollaran en ella ideas mundanas.
Pasaron veinte
años y María se había convertido en una lozana y apetecible doncella. Un monje
que vivía en las cercanías sentía bullir su sangre cada vez que veía a la
encantadora muchacha. Un
día se acercó a su ventana y empezó a hablar con ella,
hasta que con su alegre conversación la animó a salir. María, tan inocente como
cualquier otra bestezuela del bosque, no tenía por qué sospechar de un
religioso y se dejó hacer: bajo el pretexto de practicar con una nueva y singular
manera de rezar, el monje consiguió que se quitara las ropas y finalmente logró
seducirla y robarle la preciosa virginidad.
María cayó en
una profunda desesperación y, no animándose a mirar a su tío a la cara, huyó
del lugar.
Llegada a una
gran ciudad portuaria, encontró trabajo en una taberna y, habiendo hecho ya la
mitad del camino, pronto acabó viviendo del alquiler de su cuerpo.
Día y noche,
durante dos años, Abraham suplicó a Dios que le revelara el destino de su
sobrina, pero acabó enterándose de su dirección a través de un viajero. Vistió
entonces su vieja armadura de soldado, tomó prestado un caballo, cabalgó hasta
la ciudad y se
albergó en la taberna. Sólo mediante un gran esfuerzo consiguió
dominar su agitación al ver a María con un vergonzoso vestido de prostituta, y
le dio a entender que deseaba gozar de su compañía. Ella subió a su habitación
y, no bien estuvieron a solas, Abraham se descubrió la cabeza y exclamó: “¿Me
reconoces, María?”
María lo
reconoció, pero quedó tan perturbada que perdió el habla y apenas si atinó a
apoyar la frente sobre el pecho de su tío, que la consoló con palabras
apaciguadoras.
Tío y sobrina
regresaron juntos al yermo y juntos prosiguieron la
vida de siempre, aunque,
por precaución, ahora él ocupaba la celda exterior.
María sobrevivió
cinco años a su tío. Hasta su muerte,
los paseantes se detenían a menudo para escuchar perturbados los fuertes
lamentos de la penitente.
Del monje y su
innovador método de oración no volvieron a tenerse noticias.
Patronos de las
prostitutas arrepentidas, en estampas se presenta a Abraham como anciano, con
una larga y puntiaguda barba, en compañía de una puta.
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