24 de noviembre
Juan de la Cruz
Reformador y doctor de la Iglesia, 1542 – 1591
Hijo de la viuda
de un tejedor, Juan Yepes era un niño pequeño que no servía para ningún oficio.
Todo lo que intentaba –carpintero, sastre, pintor, picapedrero– le salía mal.
El director de un hospital lo tomó finalmente a su cargo, le dio una formación de
enfermero y lo metió al colegio de los jesuitas con la esperanza de hacerlo
capellán. Pero a la edad de dieciocho años Juan descubrió su vocación: monje
carmelita.
La orden de los
carmelitas atravesaba un momento de crisis, desgarrada entre la molicie de la
ortodoxia y la insensata mística de una facción de fanáticos liderada por santa
Teresa de Ávila. Ya por elección o fruto de la casualidad, Juan acabó enrolado
en la rama ultra de la orden, recibió el sobrenombre de “de la Cruz” y conoció a Teresa,
dando comienzo a una amistad espiritual que habría de perdurar mientras ambos
vivieran.
El primer convento
de carmelitas descalzos, en Durévalo, era una
casa de campo torcida y algo
desmoronada. La celda que Juan compartía con el padre Antonio tenía el techo
tan bajo que sólo podían permanecer echados o sentados. La gente de los
alrededores no alcanzaba a comprender cómo hacían los monjes para subsistir, ya
que rechazaban todas las comidas que les ofrecían. Esa era la vida que ellos
querían vivir, los hacía felices y todo hubiera ido bien de haberse limitado al
sufrimiento autoinflingido, absteniéndose de intentar imponerlo a los demás. Pero
el amor a Dios es más fuerte que la razón y desoye los llamados de la
prudencia. Pronto, santa Teresa había fundado el monasterio reformista de la Encarnación, donde
Juan prestó servicios durante cinco años como confesor.
Los hostiles a
la reforma tomaron como blanco de sus ataques no sólo a Teresa, sino también y
sobre todo a Juan. Bajo falsas acusaciones, la asamblea de Toledo lo encerró
durante nueve meses en un calabozo angosto y maloliente debajo de un tejado.
Ahí permaneció desprotegido a merced del calor más insoportable y el frío más
atroz, era azotado con frecuencia y le daban tan poco de comer que podría
decirse que estaba prácticamente como en el convento.
Es en las
penosas condiciones de su prisión en Toledo donde ve la luz su poema Noche
oscura del alma, que, contrariamente a lo que podría esperarse, no trata de
la depresión anímica sino del matrimonio místico entre el alma humana y Nuestro
Señor.
Finalmente
consiguió huir y buscó refugio en Andalucía.
Cuando Pío v y Gregorio xiii confirmaron la orden de los carmelitas descalzos de
ambos sexos, Juan fue nombrado rector del colegio en Baeza y más tarde, en
Granada, se convirtió en el inspirador espiritual de la orden, hasta que volvió
a caer víctima de animosidades, se le denegó cualquier cargo y, no obstante su
quebrantada salud, se dispuso su traslado a América.
No llegó a
embarcar: un intenso ataque de fiebre y una peligrosa infección en la pierna
obligaron a llevarlo al monasterio antirreformista de Úbeda, donde el prior –enemigo declarado
suyo– dio por torturarlo, reprochándole ser motivo de gastos inútiles y
negándole
cualquier clase de asistencia médica, mientras el cuerpo de Juan iba
cubriéndose de llagas purulentas y sólo era capaz de cambiar de postura en el
camastro asiéndose de una cuerda que pendía del techo.
En tanto, sus
enemigos abrieron una investigación que inspiraba tanto temor que hasta sus
amigos interrumpieron todo contacto con él, quemando incluso sus cartas. Luego
de cuatro meses de atroz sufrimiento, nuestro santo fue al fin liberado por la
muerte, a la que acogió alegre y pidiendo perdón al prior y a sus hermanos por
todas las molestias que les había causado.
De no haber sido
torturado y ultimado por sus propios hermanos en la Fe, sería considerado un
mártir.
En la actualidad su cuerpo incorrupto descansa en Segovia.
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