sábado, 31 de agosto de 2013

31 de agosto

Ramón Nonato 

Protegido de Dios, m. 1240


Contra lo que puede pensarse, Ramón –del egipcio ra, “divinidad” y mon, protegido–, que significa “protegido por la divinidad”, no nació en El Cairo sino en el pueblo catalán de Portell. Recibió el apelativo de non natus (no nacido) pues al nacer estuvo a punto de no ver el cielo: su madre murió durante el trabajo de parto, antes de dar a luz. 
Luego de salir del útero 24 horas después, presumiblemente con ayuda del Señor o de la partera, Ramón pidió permiso a su padre para ingresar en la flamante orden monástica de los Mercedarios.
La santidad de Ramón era tan grande que a los dos o tres años había sucedido al fundador san Pedro Nolasco en el cargo de “redentor o rescatador de cautivos”.
Enviado a tierras de moros, cuando se le acabó el dinero que le habían dado para rescatar esclavos cristianos de manos del infiel, se ofreció como rehén a cambio de la libertad de ciertos esclavos cuya fe se encontraba en riesgo.
Lógicamente, el ofrecimiento de Ramón exasperó a los infieles, que podían ponerlo cautivo sin necesidad de liberar a nadie a cambio,
de lo que le hicieron una demostración práctica que incluyó crueles maltratos. Sin embargo, el funcionario principal advirtió que un santo vivo valía más que muerto, ya que podría obtener por él el correspondiente rescate.
Las torturas cesaron y Ramón fue autorizado a vagar por las calles consolando cautivos cristianos y convirtiendo a la fe a no pocos musulmanes. Semejante audacia conmovió al gobernador, que sin hesitar lo condenó a morir empalado, pero quienes estaban interesados en cobrar por su rescate consiguieron que se le conmutase la pena de muerte por la de flagelación.
En prueba de que la fe no sólo mueve montañas sino que también ciega, aun conciente del riesgo, Ramón continuó predicando el cristianismo a los infieles. El enfurecido gobernador ordenó entonces que fuese azotado en todas las esquinas de la ciudad y que se le perforasen los labios con un hierro candente, a fin de colocarle en la boca un candado, como si la palabra de Dios pudiese ser cerrada con un simple ingenio mecánico. 
En esa angustiosa situación pasó el santo ocho meses, hasta que san Pedro Nolasco pudo finalmente enviar  algunos miembros de su orden a rescatarlo.
Sin embargo, Ramón le había tomado el gusto a su situación y pretendía seguir asistiendo a los esclavos, aun impedido de predicar más que con murmullos incomprensibles, pero obedeció la orden de su superior, pidiendo al Señor que aceptase sus lágrimas, ya que no lo había considerado digno de derramar su sangre por las almas de sus prójimos.
A su regreso, en 1239 fue nombrado cardenal por Gregorio IX,
pero permaneció tan indiferente a ese honor que no había buscado, que no cambió ni sus vestidos, ni su pobre celda del convento de Barcelona, ni su manera de vivir, ignorándose qué hizo con el candado.
Como ejemplo de su inagotable magnanimidad, encontrando a un pobre transido de frío y con la cabeza descubierta, lo abrazó compasivo y, no teniendo nada para darle en aquel momento, le entregó su propio capelo cardenalicio, muy disgustado por no haber podido socorrerlo con mayor eficacia.
Llamado a Roma por Su Santidad, emprendió viaje, siempre muy humildemente, pero unas fuertes fiebres lo sorprendieron a pocos kilómetros de Barcelona. Quiso Dios que ahí muriera, el 31 de agosto de 1240, a los 36 años de edad. 
Por algún misterioso motivo se lo tiene por patrono de las parturientas y embarazadas.

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