jueves, 8 de agosto de 2013

8 de agosto

Ciriaco 

Mártir, m. en 310

En el año 303, el emperador Diocleciano –gran forjador de mártires– ordenó la persecución de los cristianos de Roma. Una vez que hubo capturado a cantidad de ellos, los obligó a trabajar en la construcción de una fastuosa casa de baños públicos.
A todo eso, Artemia, la hija de Diocleciano, estaba poseída por un espíritu maligno tan caprichoso que no cesaba de gritar: “No saldré de ella, a no ser que venga el diácono Ciriaco”, de manera que, por orden del emperador, Ciriaco fue traído ante la doncella y ordenó al demonio que desapareciera. Éste, que además de maligno, no estaba en sus cabales, repuso: “Si me expulsas aquí, tendrás que venir a Babilonia”.
Ciriaco, que prefería cualquier cosa a seguir haciendo trabajos forzados, permaneció imperturbable, oró a Cristo y el maligno tuvo que desaparecer.
El agradecido emperador regaló al santo una casa, y la doncella se hizo bautizar, lo que no evitó que el emperador siguiera persiguiendo cristianos.
Al poco tiempo, el rey Sapor de Babilonia compareció ante Diocleciano: su hija Jobia también había sido poseída por un demonio.
El emperador envió a Ciriaco y, mientras examinaba a la princesa, el espíritu maligno gritó desde su interior: “¿Te das cuenta? ¡Te he hecho venir hasta aquí!” 
¡Era el mismo lunático!
Ciriaco hizo la señal de la cruz y al instante el demonio abandonó el cuerpo de la doncella gritando: “¡Qué hombre tan terrible que me obliga a salir!”
Jobia sanó y ella, sus padres y cuatrocientos treinta cortesanos fueron bautizados.
De regreso a Roma, el nuevo emperador Maximino veía con descontento el influjo que el santo había adquirido sobre la comunidad. Quiso entonces obligarlo a retractarse de su Fe, pero al negarse Ciriaco a ofrecer sacrificios a los dioses paganos, el emperador –que debía estar poseído por aquel mismo demonio– lo ató desnudo ante su carro y ordenó a su prefecto que rociara brea hirviendo sobre él. Se trataba de una ocurrencia ciertamente extraña, pero el emperador era el emperador y el prefecto obedeció. Luego el prefecto tendió a Ciriaco en el banco de los suplicios y, ya más tranquilo al avanzar en terreno conocido, obedeció sin chistar la orden de decapitarlo.
Luego del suplicio, el prefecto se encontró con diecinueve de sus amigos en casa del santo para tomar un gran baño y celebrar un festín. Allí fallecieron todos repentinamente y, aunque no se pudo determinar si habían sido víctimas de envenenamiento, desde ese instante los paganos comenzaron a tener razones para sentir temor a sus esclavos cristianos.
Siendo uno de los catorce santos auxiliadores, protege a los que realizan trabajos forzados y se lo invoca contra las tribulaciones y los malos espíritus.

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