Alejo
Mendigo, m. 417
Hijo del senador
romano Eufemias, en la noche de bodas Alejo llevó a su esposa al dormitorio, se
extrajo el anillo y se lo puso a su cónyuge. Después se desabrochó el cinturón
y, cuando ella esperaba algo más emocionante, se lo regaló como recuerdo.
Con algo de
dinero para el viaje, corrió hacia el puerto y subió a un barco, ya listo para
zarpar. En Odessa y en Mesopotamia regaló el resto de su dinero y vivió durante
diecisiete años como mendigo en las puertas de diversas iglesias. Finalmente
regresó a Roma y, sin darse a conocer, se las arregló para instalarse frente a
la casa paterna, debajo de la escalera principal. Se alimentaba de los residuos
de la cocina y los sirvientes lo importunaban con burlas y bromas pesadas, como
molerlo a palos o echarle las aguas servidas y otras travesuras de similar
tenor. Él todo lo toleró en silencio y jamás se le escuchó una protesta.
Así, en santa
abnegación, vivió otros diecisiete años hasta que, durante un oficio solemne
celebrado por el Papa Inocencio I, se oyó una Voz revelando que en casa de
Eufemias había un santo. Inocencio interrumpió la misa y todos corrieron hacia
el lugar, encontrando a Alejo muerto bajo la escalera principal. En un puño
mantenía un papel en el que había garabateado la historia de su vida. Se
trataba de la versión romana de un viejo cuento oriental, pero la escalera es
auténtica: está sobre el Aventino.
Protector de los
pedigüeños, peregrinos y fabricantes de cinturones, se lo invoca para alejar
todo lo malo que nos rodea, desde Satanás hasta los malos pensamientos.
Comparte su día con san Colmano de Irlanda,
que durante su peregrinación a Jerusalén, al pasar por Stockerau fue confundido
con un merodeador y despachado inmediatamente a su destino, pero celestial; con
Teresa de San Agustín Lindoine, guillotinada con sus compañeras durante la Revolución Francesa
y con santa Marcelina, hermana del obispo san Ambrosio, que la quería mucho.
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