jueves, 2 de enero de 2014

1 de enero

Fulgencio 

Obispo de Ruspe y padre de la Iglesia, 467 ‑ 532 
Por alguna razón no es patrono de nada ni se lo invoca en ninguna circunstancia conocida. Esta peculiaridad lo convierte en uno de los pocos integrantes verdaderamente inútiles del ejército de santos.
Procedía de una familia rica y seguramente influyente, ya que siendo aún muy joven había obtenido el cargo de recaudador general de impuestos de Roma en el norte de África. En la flor de la edad, con un empleo estable y bien remunerado, tenía en sus manos todo lo necesario para convertirse en un hombre de provecho, respetado y poderoso, hasta que la Fe tocó a las puertas de su alma.
Sus familiares y amigos atribuyeron el cambio que sufriría la vida de Fulgencio a alguna falla en su educación o en su psiquis: a Fulgencio no le gustaba su empleo. Al menos, dijo, le desagradaba la dureza que debía mostrar ante los contribuyentes, por lo general remisos a cumplir con sus obligaciones tributarias.
En sus visitas a los conventos –con la finalidad de cobrar
impuestos– comprendió que con la renuncia a los placeres desaparece la repugnancia hacia el mundo, razón que lo llevó a solicitar al abad Fausto de Bizancio que lo admitiera en su monasterio.
La noticia se extendió como reguero de pólvora, aunque el fenómeno no alcanzó a ser advertido por sus contemporáneos. Su madre, para quien había sido el hijo predilecto, fue presa de un frenesí histérico y corrió a ver al abad, cubriéndolo de improperios. El abad la escuchó impasible, pero no le permitió ver a su hijo, por lo que la desconsolada mujer se pasó horas y horas caminando arriba y abajo ante los muros del monasterio, sin cesar de llorar, como si su hijo hubiera muerto. El llanto de su madre conmovió profundamente a Fulgencio, pero con la dureza del corazón propia de un devoto superó airosamente esa primera tribulación.
El abad dijo entonces a los restantes monjes: “Este joven podrá soportar con facilidad cualquier carga que le impongamos, puesto que ya es capaz de sobreponerse al dolor de su madre”. Y así fue: Fulgencio ayunaba sin desmayo y se mortificaba a diario con el noble fin de atemperar sus pasiones.
Cierto día, quiso Dios que los herejes arrianos, con la ayuda del rey vándalo Hunerico, organizaran algunos pogromos contra los creyentes ortodoxos. Fulgencio y su amigo Félix fueron apresados entre los primeros. Las vehementes súplicas de Félix a favor de su frágil compañero libraron a Fulgencio del martirio, pero Félix fue azotado con máxima rudeza. Los
sanguinarios arrianos les raparon el pelo y las barbas y los expulsaron desnudos fuera de la ciudad.
Fulgencio fue consagrado obispo de Ruspe en el año 508. Sus escritos fustigando las diferentes doctrinas heréticas hicieron de él un famoso Doctor de la Iglesia y dieron prueba de su piadosa santidad.
Lo que más frecuentemente se cita de sus escritos sigue siendo su “dogma inquebrantable”: “No sólo todos los paganos, sino también todos los judíos y todos los herejes y cismáticos que acaben su vida fuera de la Iglesia Católica, perecerán en el fuego eterno

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