domingo, 24 de noviembre de 2013

24 de noviembre

Juan de la Cruz 

Reformador y doctor de la Iglesia, 1542 – 1591

Hijo de la viuda de un tejedor, Juan Yepes era un niño pequeño que no servía para ningún oficio. Todo lo que intentaba –carpintero, sastre, pintor, picapedrero– le salía mal. El director de un hospital lo tomó finalmente a su cargo, le dio una formación de enfermero y lo metió al colegio de los jesuitas con la esperanza de hacerlo capellán. Pero a la edad de dieciocho años Juan descubrió su vocación: monje carmelita.
La orden de los carmelitas atravesaba un momento de crisis, desgarrada entre la molicie de la ortodoxia y la insensata mística de una facción de fanáticos liderada por santa Teresa de Ávila. Ya por elección o fruto de la casualidad, Juan acabó enrolado en la rama ultra de la orden, recibió el sobrenombre de “de la Cruz” y conoció a Teresa, dando comienzo a una amistad espiritual que habría de perdurar mientras ambos vivieran.
El primer convento de carmelitas descalzos, en Durévalo, era una
casa de campo torcida y algo desmoronada. La celda que Juan compartía con el padre Antonio tenía el techo tan bajo que sólo podían permanecer echados o sentados. La gente de los alrededores no alcanzaba a comprender cómo hacían los monjes para subsistir, ya que rechazaban todas las comidas que les ofrecían. Esa era la vida que ellos querían vivir, los hacía felices y todo hubiera ido bien de haberse limitado al sufrimiento autoinflingido, absteniéndose de intentar imponerlo a los demás. Pero el amor a Dios es más fuerte que la razón y desoye los llamados de la prudencia. Pronto, santa Teresa había fundado el monasterio reformista de la Encarnación, donde Juan prestó servicios durante cinco años como confesor.
Los hostiles a la reforma tomaron como blanco de sus ataques no sólo a Teresa, sino también y sobre todo a Juan. Bajo falsas acusaciones, la asamblea de Toledo lo encerró durante nueve meses en un calabozo angosto y maloliente debajo de un tejado. Ahí permaneció desprotegido a merced del calor más insoportable y el frío más atroz, era azotado con frecuencia y le daban tan poco de comer que podría decirse que estaba prácticamente como en el convento.
Es en las penosas condiciones de su prisión en Toledo donde ve la luz su poema Noche oscura del alma, que, contrariamente a lo que podría esperarse, no trata de la depresión anímica sino del matrimonio místico entre el alma humana y Nuestro Señor.
Finalmente consiguió huir y buscó refugio en Andalucía.
Cuando Pío v y Gregorio xiii confirmaron la orden de los carmelitas descalzos de ambos sexos, Juan fue nombrado rector del colegio en Baeza y más tarde, en Granada, se convirtió en el inspirador espiritual de la orden, hasta que volvió a caer víctima de animosidades, se le denegó cualquier cargo y, no obstante su quebrantada salud, se dispuso su traslado a América.
No llegó a embarcar: un intenso ataque de fiebre y una peligrosa infección en la pierna obligaron a llevarlo al monasterio antirreformista de Úbeda, donde el prior –enemigo declarado suyo– dio por torturarlo, reprochándole ser motivo de gastos inútiles y
negándole cualquier clase de asistencia médica, mientras el cuerpo de Juan iba cubriéndose de llagas purulentas y sólo era capaz de cambiar de postura en el camastro asiéndose de una cuerda que pendía del techo.
En tanto, sus enemigos abrieron una investigación que inspiraba tanto temor que hasta sus amigos interrumpieron todo contacto con él, quemando incluso sus cartas. Luego de cuatro meses de atroz sufrimiento, nuestro santo fue al fin liberado por la muerte, a la que acogió alegre y pidiendo perdón al prior y a sus hermanos por todas las molestias que les había causado.
De no haber sido torturado y ultimado por sus propios hermanos en la Fe, sería considerado un mártir.
En la actualidad su cuerpo incorrupto descansa en Segovia.

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